Gerardo Rodríguez García
¿Qué puede explicar la vida de
algunas personas cuando estando su existencia plagada de sufrimientos y muchos
sacrificios lo que viven y transmiten
es entrega incansable en el servicio a los demás y alegría en el dolor?
Sólo
la fe puede explicar ciertas vidas. Es la fe de los sencillos expresada en su
modo de ver, sentir y responder a la realidad. Una realidad que les configura
hacia la solidaridad cuando todo podría hacer pensar en una existencia condenada
a la amargura, la desesperación y la
infelicidad.
Esta
fue la realidad que lo tocó vivir a mi madre: Otilia García Macías, de cuya partida
a la casa del Padre acaba de cumplirse
el primer aniversario. Tuvo una realidad de gran dureza. Se dice de muchos niños que no han tenido infancia, ella
tampoco la tuvo, incluso estuvo a punto
de no existir, puesto que años antes de venir al mundo, a mi abuelo, inmigrante
canario en Cuba en los años 20 y 30 del siglo pasado, estuvieron muy cerca de
ejecutarlo, unos bandidos que se ensañaban con cierta frecuencia con los
inmigrantes que recalaban allí huyendo del hambre.
A
la vuelta de mis abuelos de ese periplo de la miseria en Cuba, es cuando ella
nace en el seno de una familia de agricultores, en febrero de 1939 en la isla
de Gran Canaria. Su nacimiento se produjo en una España en guerra fratricida,
donde la situación que vivió su padre años antes, se repetía cada día:
asesinatos y venganzas entre los bandos enfrentados.
Ya
de niña supo del duro trabajo en el campo, ayudando en las labores destinadas a
los niños como era transportar cestos de estiércol o ayudar en los interminables
trabajos de la casa; su hermana menor recuerda que lo de jugar era un lujo que
no se podían permitir fácilmente. En alguna ocasión, junto con otros miembros
de la familia, tuvo que lanzarse a los campos, cacerolas en mano para hacerlas
sonar muy fuerte e intentar ahuyentar las plagas de langostas que asolaban los
cultivos de vez en cuando. Sí, España era Tercer Mundo hasta ese punto y al de tener
que robar alguna fruta para quitar el hambre, o ver a un hermano a punto de
morir por andar descalzo y pisar unas inmundicias que le produjeron tétanos
Por
tanto supo lo que fue la inmigración forzosa en su familia, las consecuencias
de la guerra y la posguerra, el duro trabajo del campo siendo niña. Pasados los
años también experimentó lo que era la explotación, siendo sirvienta de señores
acaudalados, que le impedían ver a sus
padres y hermanos a base de horarios abusivos. Otras circunstancias muy extremas
y dolorosas en el ámbito familiar siguieron aportándole mucho sufrimiento la
mayor parte de su vida.
Pasado los años,
la realidad le fue deparando incontables horas de tristeza. Sufrió la muerte de
su madre y la de cinco de sus siete hermanos, a causa de duras enfermedades y
accidentes. Como hizo siempre, a imagen de su querida Virgen María, permaneció
inamovible al pie de la cruz, entregando en silencio muchas horas de cuidados y
compadeciendo (padeciendo-con) a sus familiares enfermos y moribundos.
Cuando
le llegó a ella el tiempo de la enfermedad la vivió de una manera tan increíble
como fue el resto de su vida. Su aspecto fue el de una mujer mucho mayor de lo
que era, debido al agotamiento y al cansancio de toda una vida de duro trabajo;
quizás por ello sorprendió mucho más a los médicos la fortaleza que tuvo frente
al cáncer y la tolerancia a los duros tratamientos que lo combatían. A su
doctora le llamó la atención que cuando iba a su consulta en lugar de hablarle
de sus dolores y su enfermedad ella se pusiera a preguntarle cómo estaban sus
hijos y su familia. Así como que lo
soportaba todo con más ánimo y fortaleza que otros de sus pacientes. Sabíamos
que tenía dolores no por quejarse de
ellos, sino porque de madrugada, la oíamos buscar algunos calmantes en su
mesilla de manera muy sigilosa y con una pequeña linterna para no despertarnos.
El
cimiento de su vida fue la fe inquebrantable en Jesucristo y una profunda
veneración a la Virgen, especialmente en su advocación del Rosario. La
Eucaristía era sagrada para ella. Muchas veces acudió a ella estando enferma. Cuando
no podía ir le suponía mucho esfuerzo esa renuncia y su apenada cara lo decía todo. Fueron muchas más las veces
que dejó de comer por causa del cansancio del trabajo en la casa unido a la
enfermedad, que aquellas que dejó de acudir a la Eucaristía. Fue una de esas
madres cristianas que se pasaban el día trabajando gratuitamente para los demás, dentro y fuera de su casa. Siempre dio un paso al frente, sin queja ni
medida, ante la necesidad, la enfermedad y el dolor de los demás. Personas como
ella son escuela de solidaridad al darlo todo gratuitamente como gratuitamente
lo recibieron todo de Dios.
Su
entrega sin medida durante tanto tiempo le produjo secuelas físicas, como una
rotura de huesos o una espalda con problemas a consecuencia de las innumerables
horas que permaneció de pie, lo que la sobrecargó con la limpieza, las bolsas
de compras o los kilómetros que hizo a pie, con nosotros en brazos, para
llevarnos al médico. Jamás se quejó por ello ni reclamó que se le reconocieran
sus méritos, que eran muchos.
Cuando
le preguntábamos sobre ella enseguida desviaba la conversación para preguntar
por los demás. Cualquier cosa que se hiciera por ella, por pequeña que fuera,
la agradecía siempre infinitamente, sin considerarse digna de tal atención. En
esta sociedad de los derechos ella siempre fue la última y siempre sonriente:
la última para acostarse y la primera para levantarse, para que todo estuviera
listo. Acostumbrada a ser pobre desde pequeña no gastó un céntimo en sí misma:
primero era sacar adelante a sus hijos o ayudar a otros. Cuando tuvo la
oportunidad de llevar una vida más tranquila y descansada, se volcó en dedicar su
tiempo aún más a otras personas y a la comunidad: cada semana acudía a
colaborar con trabajo gratuito a la casa de los hermanos de la Cruz Blanca, que
atendían a personas con graves minusvalías físicas y psíquicas; y en la
parroquia con la limpieza, el toque de campanas, el rezo del rosario. Dios le
había dado una vida que no sabía ni quería dedicarla al descanso.
Estaba
siempre en el último lugar. Nunca quiso ser el centro, no quería hablar de sí
misma y por eso, hasta en el lecho de muerte, cuando se le preguntaba: “Otilia,
¿cómo está?”, respondía: “bien, gracias a Dios”. Jamás reclamó atención para sí
misma, siempre para otros. Mi madre confesó a un amigo de la familia unas
semanas antes de su muerte que ella
percibía que las cosas no iban bien, la enfermedad se agravaba, pero no quería
preocupar ni reclamar nuestra atención y nos enteramos de esta conversación en
su velatorio. La vida la había hecho ser fuerte ante la adversidad. Y la fe le
hacía transmitir alegría y buen humor; siempre bromeando con las enfermeras que
le ponían la quimioterapia: “vengo a que me pongáis la gasolina para
funcionar”. Siempre la recordaremos con
su sonrisa
El
cuatro de mayo de 2011, en el mes de María, entregó su espíritu para
definitivamente nacer a la Vida Eterna. Su familia y amigos tenemos la certeza
de tener una intercesora ante el Padre.