
Lidia Henríquez, acompañada en el primer banco por sus familiares, se dirigió a los presentes desde uno de los atriles del templo y sus palabras iniciales fueron un avance de lo que sería un discurso sobre el dolor, sobre la convicción de lo que significa para ella ser cristiana, sin arrojar ni malas expresiones ni malos deseos para quien fuera pareja de su hija Yurena durante los dos últimos años. En la misma línea que el párroco, agradeció el apoyo recibido, describió el sufrimiento que ha traído a su vida la tragedia vivida desde el viernes, pero también recordó que aunque hay una justicia terrenal, que se encargará de juzgar lo sucedido a su hija, también recordó que la verdadera justicia la imparte Dios y que el homicida tendrá que soportar para siempre las consecuencias de sus actos.
Rezará, dijo, por el alma de quien le ha arrebatado a su chiquitita, no albergará ni rencor ni deseos de venganza, y tendrá como uno de los mejores regalos de su vida, de lo mejor que le ha pasado, a sus dos hijas y a su nieto. Una intervención que realizó casi siempre con entereza, donde quiso que el concepto de la espiritualidad, de Dios, estuviese más presente que el de temporalidad terrenal y que concitó el interés de una audiencia que observaba cómo quien ha perdido a una hija intentaba mandar un mensaje de superación de las adversidades basado en unas creencias arraigadas en las entrañas.