Adentrarse en las cuarterías del pago de Juan Grande, en
San Bartolomé de Tirajana, el mayor municipio turístico de la isla de
Gran Canaria, es viajar en el tiempo. Medio siglo atrás, en estos
barracones se hacinaban familias de aparceros del tomate al servicio de
un conde, el de la Vega Grande, que dominaba vastas extensiones de
terreno en el sur de Gran Canaria. A la de Candelaria (nombre ficticio)
la trajeron de Moya, municipio norteño, Juan y Candidito, emisarios de
Alejandro del Castillo y del Castillo, octavo conde de la estirpe y tío
del actual, Alejandro del Castillo Bravo de Laguna. Corrían los años
sesenta y la familia de nobles, que presume de haber introducido el
tomate y el turismo en la isla, buscaba en el norte mano de obra para
trabajar en sus tierras.
Candelaria, entonces menor
de edad, compartía un pequeño habitáculo, una infravivienda de menos de
treinta metros cuadrados, sin agua y sin luz, con su madre y sus cinco
hermanos. Vivía allí a cambio de trabajo, como parte del salario. A las
siete de la mañana acudía al almacén contiguo a hacer ceretos, remendar
cajas y empaquetar los tomates que partían en camiones de noche hacia el
puerto de la Luz y de Las Palmas, en la capital. A las dos regresaba a
los barracones para almorzar y a la tarde estaba de vuelta en el
almacén. Candelaria recuerda con un fino hilo de voz, casi
imperceptible, esas extenuantes jornadas que en ocasiones se prolongaban
“hasta las dos y las tres de la madrugada”. “Ni en Viernes Santo
descansaba”, relata mientras muestra los callos de los dedos como
prueba.
Más de cincuenta años después, los herederos del condado
de la Vega Grande están a punto de dejarle sin casa. Candelaria es una
de las 63 personas, 24 de ellas menores, que habitan en las cuarterías,
hoy remozadas. En total, 19 familias de extracción obrera, muchas de
ellas integradas por desempleados de larga duración. Aún quedan algunos
de los antiguos trabajadores de las tomateras del conde, pero la mayoría
son hijos o sobrinos de los jornaleros, que permanecieron en los
barracones, sin contrato ni pago de alquiler, pero con el consentimiento
de los aristócratas, tras la quiebra del negocio de explotación
agrícola, en los años ochenta. Desde hace tres meses luchan contra la
amenaza de la piqueta. Los propietarios del terreno, una parcela de unos
1.800 metros cuadrados, quieren derruir las cuarterías para construir
en su lugar una nave industrial.