Ángeles Arencibia / Las Palmas de Gran Canaria
Acaba de tener mucho protagonismo como estrella de la candidatura a capital cultural europea 2016. No se obtuvo la capitalidad, pero el risco de San Nicolás salió a la palestra. Para este reportaje se buscó a los que viven en lo alto de las escaleras.
Presume José Francisco Rodríguez de que su tío, uno de los Peniche, (el apodo familiar), inventó la castañuela giratoria. Cuando se le pregunta que para qué querían aquí, en barrio tan canarión, unas «castañuelas» y, además, «giratorias», él contesta, sin asomo de sorna, que en San Nicolás siempre han sido «muy parranderos».
Es preciso aclarar que lo que para la mayoría de los vecinos de Las Palmas de Gran Canaria es el risco de San Nicolás a secas, en realidad comprende tres santos: San Lázaro, (la zona más cercana a Mata), San Bernardo (en el centro) y San Nicolás, donde está la ermita del mismo nombre, en el extremo que mira al Guiniguada.
Se toma tan en serio esta división que Inocencia Herrera González, nacida en la calle Troya en 1923, en pleno San Lázaro, aun no considera del barrio a su vecina Lolita García Padrón, de 95 años, porque ésta nació en San Nicolás. Sólo hace 60 años que se conocen: desde que Lolita se casó con Bartolo Rodríguez Ruiz, que fue capataz de la compañía del agua (hoy Emalsa) «ya en la época de los ingleses».
Ambas viven en San Lázaro, en el lado a donde va a dar la escalera mecánica, uno de los temas más habituales de conversación por sus frecuentes paradas, que atribuyen a «jóvenes» que se divierten dándole al botón de stop, lo que deja muerto el mecanismo hasta que viene alguien del municipio con la llave, una especie de piedra filosofal para la movilidad de este barrio alpino.
Las escalera que inauguró Saavedra en marzo va a desembocar casi justo a la tienda de Paquita Lemes, que fundó su negocio en 1945 y aún lo regenta con la ayuda, entre otros, de su nuera Laly Corujo, que recibe a cuanto vecino se asoma por la puerta como si fuera de la familia. A todos les llama por su nombre, pero en diminutivo, con esa costumbre tan de aquí de mantener el «ito» aunque el individuo en cuestión pase de los 60 y hasta de los 80.
Paquita está ahora de vacaciones en Las Canteras, así que en la tertulia de las cinco sólo están Lolita e Inocencia, dos viudas que presumen de las atenciones que les deparan sus respectivos hijos.
Pero las tardes las pasan en este establecimiento donde lo mismo te llenan el mechero de gas que te venden un pimiento, tan fuera de su tiempo como las tiendas de aceite y vinagre de las fotografías viejas, y, aunque no parezca posible, a tan sólo dos tramos de escalera de la avenida de Primero de Mayo, antes del general Franco y mucho antes, según vieron ellas mismas, fincas de verdes plataneras.
Con Lolita e Inocencia de protagonistas y Laly para aclarar dudas, se pasa la tarde entre tartanas y serenatas. Que el padre de Lolita, -nacida ella en 1916, en San Nicolás como se ha dicho- fue tartanero, como el de la canción de Mary Sánchez. «Paraba en la Alameda y llevaba a los extranjeros». «¿A dónde? ¡Oh! ¡Adonde ellos querían!».
El de Inocencia fue marinero, como muchos en el barrio. Poco le cuesta a esta última volver a su infancia de niña del risco. «Íbamos a lavar al barranco de la caja del agua, por el actual hospital militar, y hacíamos café hervido en un fuego que hacíamos con maderas, porque teníamos que esperar a que se secara la ropa».
Tras la caja del agua llegaron las piletas a las casas, y hasta hubo un tiempo en que se alquilaban lavadoras por un día. Lolita recuerda la de años que dejó tender a una vecina en su azotea. «Bastantes, sí».
Después nos vamos a las cuevas. Muchas de las casas del risco se hicieron sobre cuevas, según aseguran estas dos veteranas. «Hasta donde yo tengo mi alcoba decía mi madre que era una cueva», apostilla Inocencia.
Aquellas veladas con Lolita Nieves
«Ellos allá y nosotros aquí». Así, de manera tan sucinta, explica Inocencia la relación entre el risco y la ciudad que hay al final o al principio (según se mire) de las escaleras. Por lo que hablan las vecinas que se reúnen en la tienda de Paquita Lemes, muchas familias se han mantenido en el risco por generaciones, lo que junto a la propia orografía hacen que el barrio parezca un pueblo, con sus apodos y sus historias.
Como las que contaba una vecina que se llamaba Lolita Nieves, allá en los años en que Inocencia era una joven soltera. «Yo estaba deseando que llegara la noche, porque había una señora que se llamaba Lolita Nieves que contaba las historias, allí nos reíamos con ella».
En tiempos, las casas no tenían agua corriente y los vecinos la recogían en un pilar que había delante de la tienda de Paquita Lemes, auténtico pilar del barrio también en este otro sentido.
El chorro se abría por la noche, y allí se iba con las latas. «Había una fila de cacharros para coger el agua, se ponían desde por la mañana para coger la vez», recuerda Inocencia. Su amiga Lolita García, de 95 años, apunta: «Ahora con lavadora, secadora y nosotras con pileta y un cepillo...».
Lolita trabajó en Correos «haciendo paquetes en la guerra» y después cosió en una sastrería durante muchos años: «Las que mejor pegábamos el cuello y las mangas éramos yo y otra chica».
La de Paquita Lemes es la última de una época en la que se «tenían más amistades, porque había más tiendas para ir de tertulia; estaba la de Alfonsito, la de Pedro, la de Pepe Roque». Años de serenatas y de tomar agua de nogal para engañar el hambre.