viernes, 25 de abril de 2025

COMPARTIR LA ENFERMEDAD - X ANIVERSARIO TRASPLANTE

El décimo aniversario del trasplante de Eugenio sirvió para encontrarnos a dialogar sobre la enfermedad y vida y Dios en medio de ello.

Nayra Pérez profesora de literatura de la Universidad de Las Palmas recordó algunos hitos referidos a la experiencia de la enfermedad en la literatura.

Antonio Paneque, delegado diocesano de pastoral de la salud, explicó algunas experiencias sobre la vivencia cristiana del sufrimiento.

Ana Julia contó sus experiencias con sus padres y esposo. También como.ha ido mejorando la sanidad. Ahora teme el retroceso que estamos viendo con la privatización.

Otros asistentes fueron comentando sus propias experiencias e impresiones.
Yolanda cerró el acto con algunos detalles para Eugenio y cuentacuentos.

Chocolate y unos dulces fueron motivo para seguir compartiendo impresiones.

El acto se desarrollo en el marco de "Nos vemos en la puerta" que quizá sea un espacio de encuentro en la entrada de la parroquia de Santa Clara, en Zárate (Las Palmas de GC).  


Para las personas interesadas y que no pudieron asistir ofrecemos las reflexiones más sistemáticas:

El Dios paciente . Antonio Paneque

La idea de que Dios envía o cura enfermedades es una simplificación pobre y superficial, muy reduccionista y, paradójicamente, fruto de nuestros temores y deseos de sentirnos seguros ante los avatares de la vida. Dios no quiere la enfermedad para nadie, ni la envía, ni mucho menos premia o castiga con ella. Solo desea el bien, y la enfermedad no lo es, ni la muerte tampoco. La Biblia presenta la enfermedad como resultado de la desobediencia y de la influencia del pecado, no como una acción directa de Dios a modo de castigo. Tampoco Jesús curó a todos los enfermos, ni propuso un modelo triunfalista de salud, más bien enseñó a vivir con ella.

Quiero citar el testimonio de Manolo Sanlúcar, célebre guitarrista flamenco, que perdió a su hijo cuando era joven. A raíz de ese trauma, cayó en la desesperación, había rogado sin parar a Dios que lo curara de la enfermedad, entonces se sintió angustiado y le asaltó una gran amargura. Tuvo que pasar bastante tiempo hasta que comprendió que, en realidad, había estado buscando a un Dios que no existía: un Dios inmisericorde que había decidido no escucharle en su oración y arrebatarle a su hijo, dejando heridas para siempre en su alma. Por fortuna, llegó a comprender que hay otro modo de mirar las cosas, tanto que fue capaz de decir: “Cuando me pongo a buscar al Dios que mató a mi hijo para maldecirlo, termino encontrando al Dios que llora conmigo y me acompaña en cada instante de sufrimiento. Por eso, hoy le doy gracias por los años que he estado con mi hijo”.

Aquí aparece reflejado el paso desde una concepción de la divinidad como fuerza impersonal que rige el mundo, o sea, la divinidad o divinidades de la fertilidad, del agua, de la salud, de la curación, la sabiduría, que aseguran la continuidad del ciclo vital, a la experiencia de conciencia filial que deslumbró a Jesús: él comprendió que era el Hijo del Padre, un hijo frágil, necesitado de ayuda, sí, pero a la vez provisto de una enorme dignidad, de unos recursos extraordinarios, y que era invitado a hacer uso de ellos para introducir en el mundo procesos nuevos de humanización. Haciendo así entendió que Dios es omnipotente, todo lo puede, pero no a la manera como lo entendemos nosotros. El poder de Dios está condicionado por su misma obra de creación, porque respeta nuestra libertad. La obra que salió de sus manos respeta la marcha del mundo, el curso del universo.

Es más, el sufrimiento de Dios junto al que llora es una manera de decir que Dios nos ama, y el amor lo pasa mal cuando ve que el amado sufre. Claro, al nivel de Dios y vivido desde Dios. El caso es que somos parte de un universo frágil, en el que la caricia de Dios -a través de los hermanos- ofrece consuelo, pero no puede resolver nuestros problemas con recetas a la carta, como sería la curación ansiada de las enfermedades. Sería un dios manejado por nosotros. Pero nosotros no creemos en un Dios intervencionista ni profesamos una fe infantilizada, eso sería una gran contradicción alejada del día a día de la vida, y sería renunciar a nuestro deber de ejercer la libertad de hijos. Porque la enfermedad es consecuencia natural de la existencia frágil y vulnerable del universo, del planeta y de los seres vivos que lo habitan. Lo que es evidente es que Dios no quiere las enfermedades, quiere la armonía, el bienestar, la salud, y mucho menos premia o castiga con ellas.

Vamos a aclarar algunos conceptos que se oyen a menudo en los pasillos del hospital:

1. Es bueno pensar que Dios no decide cuándo enfermamos, ni cuándo hemos de morir. Dios no decide la fecha de nuestra muerte a su antojo. Más bien acompaña desde cerca los pasos de la humanidad, sufriendo y aguardando, porque nadie (ni siquiera el mismo Dios) puede suplirnos en nuestra libertad y en nuestra voluntad, porque de ese modo nos privaría de nuestro verdadero ser. Más bien se sirve de las causas segundas, ese universo de circunstancias que acompañan misteriosamente nuestro camino. Lo que está claro es que el Dios de Jesús llora con nosotros y nos acompaña en el sufrimiento. Por eso, se trata de dar gracias por lo que hemos tenido, sin dejarnos aplastar por lo que hemos perdido.

2. Las oraciones de petición también hay que revisarlas. Tenemos que orar, claro está, pero más que nada para cambiar nosotros y asemejarnos cada día más a Jesús, que pasó sus días cargado con la fragilidad de su propia existencia humana, arropando y aliviando a los enfermos, con la única fuerza extraordinaria de que era capaz: el Amor, la mayor manifestación de su divinidad, entregando la propia vida por todos y sin límites.

3. Una narración edificante ayuda a entender el misterio de la cruz que llevamos a cuestas: es la historia del hombre que recriminaba a Dios por el peso que le había tocado llevar. Dios le propuso entonces visitar el “catálogo” o “muestrario” de cruces para que eligiera la que mejor le parecía, la más adecuada para sus capacidades, dejando a la entrada la que le había correspondido hasta entonces. Después de una larga búsqueda, descartando unas, optando por otras, finalmente eligió la que le parecía mejor para él. Pero, al salir feliz y satisfecho, comprobó con asombro que se trataba exactamente de la misma que Dios le había concedido… Se ve que conoce bien nuestras necesidades.

4. La enfermedad tampoco surge del pecado, como se pensaba en tiempos pretéritos. No hay relación entre una y otra cosa. Ni es aceptable tampoco hablar de premio o castigo eterno. Esas son ideas muy estrechas y preocupantes, porque deforman y distorsionan nuestra idea de Dios y nos alejan de su ámbito, comprometiendo además nuestra propia integridad personal pues conducen a confusión. Sería mejor mantener un silencio respetuoso al respecto, pues así diremos menos disparates, y comenzar a poner en práctica esa vida eterna que ansiamos. Invertir en ello es la mejor garantía de no desviarnos de la ruta.

5. Hay que entender adecuadamente la frase de Job: “Dios me lo dio, Dios me lo quitó, bendito sea Dios”, es decir, la paciencia de Job para no dejarse llevar por el pesimismo, el desaliento o la tristeza. Bueno, es una postura espléndida, pero siempre que no refleje resignación pasiva ni negatividad, sobre todo ante la injusticia. No me someto sumisamente a aquello que es contrario al querer de Dios, saco fuerzas de flaqueza para la solidaridad, para la justicia, porque ese Dios que “supuestamente” me quitó lo más preciado, en realidad está llorando a mi lado, me está bendiciendo y fortaleciendo para dar mi mejor versión en cada momento. También habría que añadir aquí la importancia de enfatizar la dimensión comunitaria: nos lo dio, nos lo quitó, porque todos estamos interrelacionados, somos interdependientes, por lo que se antoja del todo imprescindible el apoyo mutuo.

Para concluir, creo que lo más sensato sería pensar que todo lo que nos rodea en la trayectoria de la vida es una obra de arte magistral. Decía Manolo Sanlúcar que el arte es la sustancia de Dios. Por eso, haríamos bien en dejar que el misterio del amor de Dios vaya penetrando en nuestro interior y lo inunde de emociones que alivien nuestro dolor y fortalezcan nuestra esperanza. Haríamos bien en dejarlo que habite en nosotros como un suspiro que sale del alma herida… Herida, pero confiada y agradecida.


Literatura de la enfermedad - 
Nayra Pérez Hernández

La enfermedad nunca es neutra. El tratamiento nunca está libre de ideología.
La mortalidad nunca está exenta de política.
Anne Boyer, Desmorir

La enfermedad, una experiencia humana tan natural como universal, ha aparecido en los textos literarios a lo largo de toda la historia; desde el Antiguo Testamento, que se hizo eco de las plagas que azotaron al Pueblo Elegido, a la “locura” de don Quijote, pasando por las pestes, evocadas por Bocaccio en el Decamerón, por Daniel Defoe, en Diario del año de la peste, o por Albert Camus y su novela sobre cómo esta enfermedad transformó la ciudad argelina de Orán, y a sus habitantes. Las obras exploran el impacto de esta experiencia en el existir personal y colectivo de las personas; sin embargo, no es hasta el siglo XX cuando la enfermedad se convierte en un tema recurrente, en una manera de proporcionar herramientas –al escritor, pero también a los lectores– para comprender la propia vida y el mundo que nos rodea. En Sobre la enfermedad (1925), Virginia Woolf se quejaba de la inexistencia de “un registro de todo este cotidiano drama del cuerpo (…) Se olvidan esas grandes guerras que libra el cuerpo con la mente esclava en la soledad del dormitorio contra el asalto de la fiebre o la llegada de la melancolía”.

Muchos han sido los autores que, desde la experiencia, tuvieron la necesidad de contar el dolor; así, las narraciones de enfermedades empezaron a popularizarse después de la crisis del SIDA, en los ochenta, cuando “Las personas a las que se les había diagnosticado la enfermedad comenzaron a publicar una amplia gama de escritos con sus experiencias”. Y los lectores se acercaron a estas lecturas buscando las respuestas que no encontraban en sus consultorios médicos. Las preguntas que emergen no son pocas: ¿existe un valor terapéutico de la literatura del dolor? ¿Qué es lo que lleva a un escritor a narrarlo? ¿Qué aporta esta literatura a la enfermedad o qué aporta la enfermedad a la literatura?

Sergio del Molino publicó en 2013 La hora violeta, un libro sobre la enfermedad de su hijo, que murió de leucemia siendo un bebé y en 2020 vio la luz La piel, un relato sobre su psoriasis y el miedo al rechazo, en el que afirma que “La enfermedad condiciona la manera de ver el mundo, de relacionarse, de sentir. Es una identidad muy poderosa”. Y añadía: “No se busca la superación de la enfermedad a través de la literatura; quizás la catarsis”. Es posible que esta literatura nazca de la dificultad de lidiar con la enfermedad y no busque tanto la comprensión de ella, sino la comprensión del enfermo.

Una destacada autora de la escritura de la enfermedad es Susan Sontag, que murió de cáncer en 2004. Sobre la enfermedad y sus metáforas (de 1980) es posiblemente su obra emblema, donde disecciona y presenta con brillantez lo que rodea a un diagnóstico. Para ello, se ayuda de Thoreau, Novalis, Lord Byron, Kafka o Thomas Mann y su obra cumbre, La montaña mágica (1924), sobre un sanatorio de tuberculosos. Ocho años más tarde, Sontag, que nunca aceptó su enfermedad, escribiría El SIDA y sus metáforas.

Otra de las voces que abordó su enfermedad fue Audre Lorde en Los diarios del cáncer (1980). La introducción es una declaración de intenciones: “Soy una mujer post-mastectomía que cree que nuestros sentimientos necesitan voz para ser reconocidos, respetados, y útiles. No quiero que mi ira y dolor y miedo sobre el cáncer se fosilicen en otro silencio más, ni me roben la fortaleza que puede haber en el centro de esta experiencia, abiertamente reconocida y examinada”. Lorde navega por el sufrimiento físico y psicológico de la enfermedad.

Sobre el cáncer también resultan interesantes lecturas como Desmorir, de Anne Boyer, o Diré tu cuerpo, de Maria-Mercè Marçal. En literatura infantil encontramos un título que merece mucho la pena: Mamá se va a la guerra, de Irene Aparici (2013), un cuento para que los más pequeños puedan entender el alcance de esta enfermedad.

La salud mental ha sido clave en la obra de decenas de escritores. Anna Kavan, por ejemplo, escribe en El descenso sobre locura, insomnio, drogas o paranoia ofreciendo al tiempo un retrato sobre la psiquiatría de la época. También el deterioro de la salud de Alejandra Pizarnik, que se suicidó a los 36 años, es evidente en su obra, un material escrito con y desde el cuerpo; evolución que también se ve en la obra de escritoras como Sexton, Storni, Woolf o Plath.

Uno de los últimos éxitos editoriales en España radiografía autobiográficamente la depresión, Fármaco (2021), de Almudena Sánchez. Los brotes negros. En los picos de ansiedad, de Eloy Fernández Porta, aborda los trastornos de pánico y las crisis de ansiedad. Fernández Porta explica, sin metáforas ni romanticismo, su problema. “Hay un tipo de extenuación a la que solo se llega después de dos brotes consecutivos. Los pulmones no dan más de sí. Los ojos se han secado. Una somnolencia leve se va expandiendo. Cuando llego a ese estado, me viene a la memoria aquella expresión de Handke, ‘radiante de cansancio’, con que designaba la fatigosa satisfacción tras una tarde de escritura fructífera”. En esta línea, se acaba de publicar el demoledor Todas las esquizofrenias, de Esmé Weijun Wang, un ensayo con claras influencias de Sontag que relata la pérdida de autonomía, los ingresos y su convivencia con la enfermedad.

También, Sedados. Cómo el capitalismo moderno creó la crisis de salud mental, de James Davies, quien examina críticamente cómo se está abordando el tema de la salud mental: el problema recae en la psicologización de la rabia acumulada por un sistema que maltrata a los individuos y la imposición de la industria de la felicidad. Sobre esto también escribe Francisco Martorell en Contra la distopía (2021): “Empuñando doctrinas similares, la industria de la felicidad exculpa al sistema de los males que genera y culpabiliza a las personas que lo sufren. Domestica el descontento y el deseo de cambio en la medida en que supedita la solución de las contrariedades al esfuerzo individual, no a la acción colectiva”.

Desde la literatura también se ha abordado la enfermedad del otro, algo quizás igual de complejo que abordar la propia. En el poema El último paseo, el poeta Joan Margarit habla en boca de su hija Joana, nacida con una discapacidad intelectual y con problemas en la columna y los fémures.

Rosa Montero también abordó el cáncer de quien fuese su pareja en La ridícula idea de no volver a verte: “La vida fluía, tan normal y, de pronto, el abismo. (…) Esos días que pasé con Pablo en Nueva York, apenas un mes antes de que diagnosticaran el cáncer, son ahora una memoria incandescente: él estaba enfermo y yo no lo sabía, estaba tan enfermo y yo no lo sabía, le quedaba un año de vida y yo no lo sabía”. Otros ejemplos son Mortal y rosa, de Francisco Umbral (1975), Noches azules, de Joan Didion (2011), El tiempo vivido, sin su fluir, de Denise Riley (2020) o Si la muerte te quita algo, devuélvelo, de Naja Marie Aidt (2021).

Vemos cómo la narrativa de la enfermedad, propia o de otros, proporciona beneficios tanto a los pacientes, como a los seres cercanos a los enfermos y a los profesionales de la salud. El ser humano cura sus males por medio de la palabra y deja plasmado su sentir y su concepción del mundo en los libros -hasta hace de la literatura y su pasión por esta una enfermedad, además crónica e incurable-. La lectura de relatos, de poesía, de cuentos, y su reflexión pueden reducir la ansiedad, favorecer la autoestima y la reflexión. Pueden ayudar a hacer frente a las adversidades y promover el desarrollo personal y colectivo, su espiritualidad. La lectura ejercita el cerebro, despierta vías neuronales, activa la memoria.

Por otro lado, en cuanto a la escritura de la enfermedad, a nivel social ayuda en la normalización de la enfermedad, a la toma de consciencia con la finitud, con la muerte y con la fragilidad humana, así como a la presión en la investigación y la consolidación de los tratamientos. Así, en medio de la peste que asola la ciudad, Camus nos revela el sentido de la existencia en el apoyo mutuo y en la libertad individual, frente a la indiferencia y la autoridad. A nivel individual, contar la experiencia, la vida con la enfermedad, por medio de palabras, libera emociones como alegría, tristeza, cólera, miedo, sorpresa… y el amor. Tanto amor en el cuidado, en el desvelo, en la ternura, amor en el dolor, una revolución silenciosa, pero real.