martes, 23 de diciembre de 2008

El inmigrante y su rostro

ELOY CUADRA PEDRINI
Aunque, debiera empezar por el ser humano, y su rostro... ¿Qué es? Acaso la parte del cuerpo más desnuda, la más expuesta, inaccesible, altiva y vulnerable a la vez, pero también la que nos hace especiales, únicos, inconfundibles, el espejo de nuestra alma. Cierto, a través del rostro conocemos a los otros, por el rostro somos capaces de enamorarnos, el rostro es la puerta de entrada a nuestra condición de seres humanos. Pero hay más, porque en él están también las arrugas y las cicatrices de un pasado que nos acompaña, por él le sonreímos a la vida, en él lloramos, a través de él exclamamos cuando tenemos miedo, el rostro es la evidencia de la miseria y la indefensión humana. No hay relación si no hay rostro, no hay empatía sin él, no hay compromiso si no vemos. No despertamos a la realidad de los peligros que acechan a nuestros hijos hasta que no le pusimos rostro y nombre a Yeremy o a Sara; no nos revelamos contra la barbarie del hombre que pega a una mujer hasta que no empezamos a ver unos ojos hinchados a los golpes o una cara desfigurada por el ácido.Para el inmigrante en cambio, para ese al que llaman "ilegal", no hay rostro, no hay nombre, no hay historia, son sólo datos, estadísticas, "objetos". Pero... ¿por qué nos están privando de su rostro?, ¿quién lo decide?, ¿por qué están ahí al lado, en nuestras ciudades, en Madrid, en Barcelona, en Málaga, en Algeciras, en Las Palmas o en Santa Cruz, encerrados en esos centros donde nadie puede verlos? He reflexionado largo sobre ello y cada minuto que pasa lo tengo más claro: si pudiéramos mirarlos a la cara un instante todo cambiaría, ya nada volvería a ser igual para nosotros, como no volvió a ser mi existencia igual después de haberme enfrentado al rostro de aquel inmigrante que se ahogaba, y aterrado, con la desesperación del que sabe que va a morir me gritaba en un francés agónico "¡s´il vous plait, s´il vous plait!", para que no le soltara la mano. No sé donde andará pero sí sé que no murió aquella noche, no murió porque yo acudí a su llamada: me había mirado, habíamos enfrentado nuestros rostros, no podía hacer otra cosa. Gracias a aquel inmigrante hoy soy mucho más feliz. Así es, así suele ser cuando aún queda algo de humanidad dentro. Le ocurre hasta a los asesinos, muchos de ellos muy acostumbrados a matar prefieren no mirar nunca a sus víctimas a los ojos, para evitar que a la noche, al dormir, le visiten los demonios del remordimiento. Y esa misma mirada que interpela al sicario y le dice "¡no me mates, por favor, te lo suplico!", está ahí, al otro lado de esos muros a los que llaman CIE, suplicándonos para que hagamos algo por ellos. Así, les traslado a ustedes la pregunta que yo ya respondí: ¿Qué pasaría si tuviéramos la posibilidad de entrar en esos centros para enfrentarnos a su rostro, nosotros los ciudadanos del primer mundo?