miércoles, 12 de marzo de 2025

En memoria de Cristóbal Romero Bordón

Cristobal Romero, primero por la izquierda

Daniel Barreto


Dicen que el signo de nuestra época es el desaliento. Vale eso sin duda para muchos o incluso para la mayoría, pero no para Cristóbal Romero Bordón. Su pasión religiosa y política era desbordante e infatigable. Lo sentías cuando te estrechaba la mano y te miraba a los ojos, cuando inclinaba la cabeza para escucharte con suma atención. Estaba al tanto perfectamente de la trascendencia humana que conlleva el saludo sincero, el encuentro de los ojos y la acogida del otro. ¿De dónde venía aquella energía?¿Qué la mantenía brotando? Una razón es el don único que trae consigo cada ser humano. Cristóbal era Cristóbal. Pero también es cierto que aquel torrente vital que lo arrastraba hacia el mundo había sido cultivado y moldeado por una socialización eclesial muy concreta. Nacido en 1958, Cristóbal fue becado de niño en los Salesianos y allí se inició pronto en las comunidades Adsis, movimiento cristiano fundado en los años sesenta, dedicado a la promoción de los jóvenes descartados por la frialdad burguesa y las desigualdades económicas. La influencia de Adsis marcó toda su trayectoria.

Primero estudió Teología en el Centro Teológico de Las Palmas, fue profesor de religión en el IES La Isleta y más tarde profesor de Filosofía en el IES Carrizal y el IES Tony Gallardo. Asumió durante décadas diversos cargos en Adsis, entre los que destacó como Responsable de voluntariado de la Fundación Adsis en Canarias. Durante más de diez años ha sido apreciado profesor de Ética e Historia de la Filosofía Antigua en el Instituto Superior de Teología (ISTIC). Ya fuera como activista, profesor, animador de grupos y voluntarios, la fidelidad al credo de Adsis fue su brújula: el trabajo por la construcción concreta del Reino allí donde la sociedad desplaza a quienes considera insignificantes. Por eso, como me recuerda Carlos Jarque, Cristóbal había cultivado una aguda sensibilidad para apreciar los pasos aparentemente más pequeños: una primera reunión de grupo donde apenas viene gente; un joven tímido que se atreve a tomar la palabra en público para exponer su protesta en nombre de su colectivo, la convocatoria de una asociación que cohesionará la vida del barrio de San Nicolás de Bari o dará clases de apoyo a los niños de El Polvorín. Sabía que los más humildes comienzos de asociación y democracia de base podían contener el anticipo de una sociedad diferente y, sobre todo, de la autonomía y la solidaridad que vuelven plenas la vida de cada individuo.

Cristóbal estaba convencido de que sin la intervención social por la justicia y a favor de los últimos el cristianismo no sería del todo fiel a sí mismo. Lo había aprendido en las clases de Teología con Segundo Díaz, Juan Barreto, Felipe Bermúdez y José Domínguez. Lo había vivido en la práctica cotidiana de las comunidades Adsis y también fuera de la Iglesia, en el fragor de la actividad sindical y política desde finales de los años setenta.

Pues Cristóbal también llevó su compromiso a sindicatos y partidos. Primero en la Confederación Autónoma Nacionalista Canaria (CANC), marcada por el socialismo autogestionario, y luego en el Sindicato de Trabajadores de la Enseñanza de Canarias (STEC), donde dejó huella y compartió luchas con su íntimo amigo Tony Agudo. Igualmente militó durante los ochenta en los partidos Izquierda Nacionalista Canaria (INC) e ICAN, en los que defendió siempre la cultura y la perspectiva canarias. La acción política lo condujo en los años noventa a la Dirección General de Ordenación y Promoción Educativa de la Consejería de Educación del Gobierno de Canarias. Allí coordinó el programa de Solidaridad y creó, junto a su amigo del alma José Miguel Barreto Romano, la Red Canaria de Escuelas Solidarias, un hito en la historia de la educación en las Islas, que ya se estudia fuera de España, como pude comprobar en un congreso celebrado en la localidad alemana de Schwerte a principios de septiembre de 2024.

Esta forma de vida, que inició innumerables proyectos de cooperación, educación para la paz y la igualdad, desarrollo comunitario y apoyo político internacionalista no se correspondía con ninguna forma de abnegación, ascetismo o renuncia. Al contrario, contra tanto tópico arraigado, la militancia cristiana de Cristóbal era indiscernible de la alegría y la celebración de la vida en todas sus formas: la mesa compartida, los viajes por todo el mundo, las carreras por la costa con su amigo Eduardo Rúa, la risa fraterna con los hermanos de comunidad y ante todo la devoción por Teresa, su mujer, por sus hijas, Iballa y Marta, y en los últimos años por sus nietos, Carla y Diego, que espero hereden la sabiduría vital del abuelo.

Durante el curso 2024/25 Cristóbal impartía en el ISTIC la formación “Ética del voluntariado”, donde tuvo ocasión de enlazar toda su experiencia vital de praxis con la lectura de la encíclica Fratelli tutti del Papa Francisco. Y al tiempo me consta que había reiniciado las investigaciones para su tesis doctoral, dedicada a la historia de Adsis en Canarias, y sobre la que había publicado hace diez años un valioso artículo en la revista Almogaren. Pero ni siquiera entonces se quedó en la teoría. Esa división académica le era ajena. La reflexión no es verdadera si no transforma el mundo. De hecho, hace solo unos meses había viajado a Togo para iniciar un proyecto de cooperación que tejía ya una nueva red de solidaridad.

Cristóbal falleció repentinamente en La Palma el 3 de marzo. No es posible separar su muerte del sentido que dio a su vida: “Ya no les llamo siervos, porque el siervo no está al tanto de lo que hace su amo; los he llamado amigos”, leemos en el Evangelio de Juan. En esa nueva forma de amistad vive una promesa. Nos toca a nosotros ahora guardar en ella la memoria de nuestro querido Cristóbal.