Nicolás Guerra Aguiar
(...) Después del almuerzo nos dirigimos a una dulcería concreta (los canarios cultos dirán “pastelería”) para tomar un buen café (es bueno, de verdad, el que sirve) y un trozo de exquisita tarta, aquella que a tres exalumnos míos los hace emitir sonidos linguolabiales que traducen complacencias y placeres mientras las cavidades oculares se disparatan como cuando a uno le ponen las gotas dilatadoras en el oftalmólogo.
La entrada fue impactante, demoledora, de profunda concienciación: en el interior de la dulcería no había menos de treinta grados, quizás más. El sol de las cuatro de la tarde golpeaba solemnemente en su cristalera o escaparate del que colgaban tímidos estores que de nada servían, tal era la acción solar cargada de trillones de calorías. Una decaída y muy seria dependienta, víctima de la temperatura interior, anonadada, casi torpona y algo llorosa, salió de la caverna para atendernos. Le pregunté por el aire acondicionado –sus rejillas eran visibles en el techo- y me contestó que no estaba en funcionamiento porque, según el dueño, salía muy caro. Le razoné que el calor sólo invitaba a huir de aquel lugar. La pobre mujer no me dijo nada con palabras, pero me miró a los ojos y me habló. (Luego supe por la radio que algunas personas cobran cuatrocientos cincuenta euros por cinco horas diarias de trabajo.)