El lunes a mediamañana, al disponerme para el placer de la cocina, descubrí que me había quedado sin costilla salada. Cerca de mi casa había supermercados abiertos hasta las dos. Es un coñazo para los empleados, pienso, pues les gustaría estar con su familia; pero a la vez permite crear empleos. Y por aquello de que no hay dos sin tres, aproveché para comprar también un pepino, lo exige el gazpacho granaíno. Cuando llegué a la pesadora, esperé detrás de cuatro personas. La única dependienta encargada sobresalía, en aquel momento, tras una vitrina de cristal: despachaba queso, jamón cocido…, con una larga cola de personas que también esperaban su turno. La pobre mujer estaba a punto del histerismo absoluto: si abandonaba el mostrador, la gente se cabrearía; pero si no atendía a quienes intentaban comprar verduras y frutas, quizás intentarían pesarlas por su cuenta, con lo cual se cargarían la pesa. Se lo comenté a un encargado, pero fue lacónica su respuesta: “Ese es su trabajo”, me dijo. Es decir, disparatarse mentalmente y en el más absoluto silencio porque se expone, si protesta, a una rescisión de contrato, barata que está, baratísima (aunque es una forma de crear empleo, coña sin gracia la de aquellos dos señores del principio que supera las barbaridades del PSOE, el psocialista).
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