En nombre de mi familia les expreso mi más profundo agradecimiento por la asistencia a este sepelio a pesar de las restricciones impuestas por la pandemia. Mi madre siempre se caracterizó durante toda su vida por llevar consuelo a los enfermos y asistir a los velatorios para mostrar sus condolencias a los que habían perdido a sus seres queridos. Siempre se enfrentó valientemente con la muerte. Todos los años, el día de los difuntos, acudía a al cementerio de El Pinar a poner flores a los familiares difuntos, y cuando ya no pudo cumplir con esa obligación para ella sagrada, se la confió a mi hermana Petrita y a su marido Suso. Al morir éstos, me impuse la obligación de ir todos los años el día de los difuntos al Pinar para poner las flores en los nichos de los seres queridos de la familia. Cuando era joven y visitaba el cementerio conocía a pocos de los vecinos que habían fallecido, pero ahora he comprobado que los he conocido a casi todos, y me ha venido a la memoria la elegía de Jorge Manrique a la muerte de su padre: “Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte contemplando como se pasa la vida, como se viene la muerte tan callando”.
Mi madre trajo al mundo a mis tres hermanas y a mí en la casa más que centenaria de mis abuelos paternos, que fueron nuestros segundos padres, donde también nacieron mi padre y su hermana. Cerca, calzada abajo, estaba la casa de mis abuelos maternos. Todos ellos nos colmaron de amor, nos enseñaron a vivir honradamente y nos educaron para el trabajo. Mi madre fue el timonel de la nave de nuestra admirable y ejemplar familia, a la que dio estabilidad cuando tuvo que navegar en aguas procelosas. Encarnó los valores del ser piñero, de las gentes del pueblo de El Pinar, a quien nuestro poeta Armando ha considerado, con acierto, como un pueblo indómito y solidario en momentos dramáticos de la vida nacional, como el pueblo de los romances, el pueblo de los almendros, el pueblo del tajaraste, el pueblo de San Antón, el pueblo de los pinos canarios verdes de esperanza, que no perecen con el fuego y vuelven a reverdecer, como hoy ha reverdecido mi madre, que en el momento tenebroso de cerrar sus ojos, Dios le abrió otros más grandes con los que está contemplando su inmensa misericordia. También se ha denominado a los piñeros “hijos de la tea”. Mi madre, una trabajadora incansable, fue un arquetipo humano de la tea, recia en el semblante y fuego en el corazón. Somos hijo de la tierra, somos la misma tierra que siente y piensa(Pio Baroja).
Pero mi madre también encarnó, en grado sumo, las virtudes cristianas, fruto de su inquebrantable fe en Jesus de Nazaret, nuestro sólo y único Señor, Camino, Verdad y Vida, y en su madre, la Virgen de los Reyes, que, en la remota Dehesa y en su humilde ermita, se ha erguido en el sostén poético de los sueños, ilusiones y esperanzas del pueblo herreño. Sintió mi madre una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad, consideraba al prójimo como a sus hermanos, a los que prodigó una generosidad sin límites, y amó tanto o más que a ella misma.
Hace unos diez años legó a sus hijos un testamento espiritual, escrito de su puño y letra, que yo no había tenido el valor de releer hasta hace unas horas. En él narra los momentos estelares de su larga vida: los más traumáticos, como la despedida de sus hijos cuando marchó a Venezuela donde la esperaba mi padre. Permanece indeleble en mi corazón y mis ojos la imagen de mi madre cuando camino del avión en el aeropuerto de los Rodeos, regresaba a Venezuela. No miró hacia atrás, desgarrado el corazón tras abrazar a sus hijos. Menciona la muerte de su hermano Miguel en Venezuela, que le produjo una llaga en el costado que nunca cicatrizó; la temprana muerte de mi padre, un hombre machadianamente bueno, con el que formó un matrimonio modélico. No pudo describir la muerte de su hija Petrita, un hachazo duro, un golpe helado, que la derribó, y nos dejó a la familia sin consuelo posible. Ha muerto sin ser consciente de la muerte de sus yernos Suso y José, a los que quiso como hijos. También narra los momentos de alegría cuando regresó de Venezuela con mi padre, que irrumpió en sollozos cuando desde el barco en que viajaban vislumbró los destellos del faro de Orchilla. Describe con emoción el reencuentro con sus hijos al llegar al puerto de Santa Cruz, tras largos años de ausencia. Mi padre regresaba con 38 años y mi madre con 36, lo que les permitió disfrutar de sus hijos, de sus progresos sociales y profesionales, fruto de su trabajo y sacrificio en Venezuela, y posteriormente, de sus nietos y bisnietos, y aún nos dieron la alegría de alumbrar a mi hermano Juan Carlos, que nació cuando yo tenía 20 años.
Mama, tus hijos, Miguelito, a quien quisiste y cuidaste como un hijo, tus nietos y biznietos, tu hermana Flora, tu cuñada Eloísa, tus sobrinos, toda tu familia, y todos los que te han conocido y tratado, te recordaremos siempre, en invierno y en verano, lejos y cerca, mientras vivamos y después. Y te rememoraremos cuando los bailarines piñeros de nuevo toquen los tambores, los pitos y las chácaras a San Antón, a la Virgen de la Paz el 12 de septiembre, y a la Virgen de los Reyes cuando vuelva a nuestro pueblo una vez superada la pandemia que nos asola. Tu coraje y bondad subsistirán siempre en el recuerdo, nos darán fuerzas y servirán de acicate para sobrevivir en este valle de lágrimas.
Tu hijo Eligio. “Yiyin”.