Eugenio A. Rodríguez
(pinchar aquí para ver el escrito de Suso Vega)
Para mí la amistad con Antonio era un poco inexplicable, tenía algo de misterio. Éramos de ideas muy diferentes. Para mí era conservador, supereducado, muy del Vaticano II pero sin pasarse, de cero estridencias, de excesivo formalismo en la liturgia. Lo hablamos cientos de veces. Sus amigos bromeaban: “Te cambia la voz cuando celebras cualquier acto litúrgico”. El sonreía mientras hacía una mueca cómplice: “No puedo hacerlo de otra manera”
Y sin embargo gocé mucho de su amistad. Por eso, no siendo yo de sus amigos íntimos, por edad y trayectoria, creo que puedo afirmar que estos años gozamos de alguna manera de amistad. Compartíamos a fondo el deseo de evangelizar, de llegar a otros, también de no echar a nadie, de que todos crecieran. El que quisiera dar 100 que diera 100. El que quisiera dar uno que diera uno. Pastoral de oferta, de seducción, de promoción a la medida del amor del creyente.
Cuando pocos curas creían que la diócesis tuviera que tener institutos diocesanos él se planteaba alguna forma de presencia en el instituto que estaba en su parroquia, santa Isabel de Hungría y echaba mano de mí por ser más joven. Normalmente aceptaba mis propuestas con alegría. Antonio tenía un espíritu misionero, quizá tocado por aquella mentalidad de “conquista” procedente de los tiempos de Pío XII.
Cuando pocos curas creían que la diócesis tuviera que tener institutos diocesanos él se planteaba alguna forma de presencia en el instituto que estaba en su parroquia, santa Isabel de Hungría y echaba mano de mí por ser más joven. Normalmente aceptaba mis propuestas con alegría. Antonio tenía un espíritu misionero, quizá tocado por aquella mentalidad de “conquista” procedente de los tiempos de Pío XII.
Cuando hice 25 años de cura elegí como “tema” del aniversario un texto de Rahner que Antonio regalaba a todos los padres que pedían el Bautismo para sus hijos. Le agradecí mucho que lo compartiera. Era un poco conocido comentario al encuentro de Jesús con la mujer adúltera en que comparaba a ésta con la Iglesia, acusada por los fariseos de todos los tiempos y cuyo final Antonio repetía enfáticamente de memoria: “¿Todos los acusadores se han ido? Y besándola en la frente le dijo: Pues tampoco yo te condeno, Iglesia mía, esposa santa”. https://antigonahoy.blogspot.com/2013/02/iglesia-de-pecadores.html
A mí me parece que el trasfondo de muchas de sus expresiones era esta esponsalidad con la Iglesia. En un retiro el obispo Cases afirmó, aunque poniéndolo entre interrogantes, que de alguna manera también la pastoral tenía que tener eficacia y tener algunos criterios “empresariales”. En el diálogo Antonio aportó que debían quitarse los interrogantes, que sí, que había que ser más eficaz; creo que tras esa expresión había una profunda caridad pastoral. Cuando el Consejo económico de su parroquia le conminaba para que usara el garaje de la casa parroquial para su coche, él decía que no quería cargar a la parroquia con la tasa del vado. A mí esto me parecía una hermosa concreción de esa esponsalidad. Antonio dejó por la Iglesia muchas costumbres vinculadas a su origen social que no le parecían propias de un cura.
Antonio sabía tender puentes cotidianos. Lo vi muchas veces. Una vez le dije reiteradamente al obispo que una cosa que decía era “mentira”. En la hora del café se las arregló para ponernos juntos y sonriendo bromear: “Ustedes los peninsulares es que no saben sino guerrear… En Canarias hablamos de otra manera y no decimos la palabra mentira”. Lo más divertido fue que esa misma tarde el decía la misma palabra a unas cuantas a la puerta de los salones parroquiales, aunque sí que lo hizo de manera más suave. Años después nos seguíamos riendo de lo ocurrido.
No otra cosa que el amor a la Iglesia le llevó a aceptar el nombramiento (un “descenso” para muchos) por el que salió de una parroquia destacada en Las Palmas hacia el Sureste de la isla. Él había afirmado su disponibilidad y estaba dispuesto a ponerla en juego. El amor no quita que pueda ser duro y unos amigos le acompañamos en otro coche a su nueva casa donde compartimos sencilla y agradable cena. Al poco tiempo su entrega pastoral seguía siendo la de siempre.
La gran pasión intelectual de Antonio era la filología y con ella disfrutaba enormemente. Quería y practicaba una proclamación del evangelio con palabras entendibles para el pueblo. Muchas comidas de la residencia de Escaleritas, Antonio Parrilla y él hasta discutían cuando una de las palabras que se proponían eran más o menos majoreras o conejeras. Quizás muchos no sepan que también disfrutaba mucho con los textos del Nuevo Testamento en griego: “La palabra ‘teknon’ de ese texto se refiere realmente a un adolescente”, por ejemplo.
Otro gran tema de lectura para él era la profundización en la liturgia, centrado en el sentido y no tanto en las rúbricas aunque generalmente las respetaba. En su penúltima convalecencia disfrutó con Aldazabal y pidió que le encontráramos un clásico superagotado de Jungmann, El sacrificio de la Misa. Se lo regalaron en su parroquia de santa Teresita. Nos iba contando a todos sus descubrimientos con gran alegría.
Antonio sabía criticar y aceptaba ser criticado. No sé si eso es la “infancia espiritual” pero tengo la impresión de que sí. Bromeaba críticamente con cualquier comentario o hecho “progre” de sus amigos (y hasta de sí mismo en otras épocas) y a mí me hacia aterrizar continuamente (“Sí, todo eso está muy bien, pero ¿cómo va en tu parroquia?).
A mí me parece que el trasfondo de muchas de sus expresiones era esta esponsalidad con la Iglesia. En un retiro el obispo Cases afirmó, aunque poniéndolo entre interrogantes, que de alguna manera también la pastoral tenía que tener eficacia y tener algunos criterios “empresariales”. En el diálogo Antonio aportó que debían quitarse los interrogantes, que sí, que había que ser más eficaz; creo que tras esa expresión había una profunda caridad pastoral. Cuando el Consejo económico de su parroquia le conminaba para que usara el garaje de la casa parroquial para su coche, él decía que no quería cargar a la parroquia con la tasa del vado. A mí esto me parecía una hermosa concreción de esa esponsalidad. Antonio dejó por la Iglesia muchas costumbres vinculadas a su origen social que no le parecían propias de un cura.
Antonio sabía tender puentes cotidianos. Lo vi muchas veces. Una vez le dije reiteradamente al obispo que una cosa que decía era “mentira”. En la hora del café se las arregló para ponernos juntos y sonriendo bromear: “Ustedes los peninsulares es que no saben sino guerrear… En Canarias hablamos de otra manera y no decimos la palabra mentira”. Lo más divertido fue que esa misma tarde el decía la misma palabra a unas cuantas a la puerta de los salones parroquiales, aunque sí que lo hizo de manera más suave. Años después nos seguíamos riendo de lo ocurrido.
No otra cosa que el amor a la Iglesia le llevó a aceptar el nombramiento (un “descenso” para muchos) por el que salió de una parroquia destacada en Las Palmas hacia el Sureste de la isla. Él había afirmado su disponibilidad y estaba dispuesto a ponerla en juego. El amor no quita que pueda ser duro y unos amigos le acompañamos en otro coche a su nueva casa donde compartimos sencilla y agradable cena. Al poco tiempo su entrega pastoral seguía siendo la de siempre.
La gran pasión intelectual de Antonio era la filología y con ella disfrutaba enormemente. Quería y practicaba una proclamación del evangelio con palabras entendibles para el pueblo. Muchas comidas de la residencia de Escaleritas, Antonio Parrilla y él hasta discutían cuando una de las palabras que se proponían eran más o menos majoreras o conejeras. Quizás muchos no sepan que también disfrutaba mucho con los textos del Nuevo Testamento en griego: “La palabra ‘teknon’ de ese texto se refiere realmente a un adolescente”, por ejemplo.
Otro gran tema de lectura para él era la profundización en la liturgia, centrado en el sentido y no tanto en las rúbricas aunque generalmente las respetaba. En su penúltima convalecencia disfrutó con Aldazabal y pidió que le encontráramos un clásico superagotado de Jungmann, El sacrificio de la Misa. Se lo regalaron en su parroquia de santa Teresita. Nos iba contando a todos sus descubrimientos con gran alegría.
Antonio sabía criticar y aceptaba ser criticado. No sé si eso es la “infancia espiritual” pero tengo la impresión de que sí. Bromeaba críticamente con cualquier comentario o hecho “progre” de sus amigos (y hasta de sí mismo en otras épocas) y a mí me hacia aterrizar continuamente (“Sí, todo eso está muy bien, pero ¿cómo va en tu parroquia?).
Me sorprendía la limpieza con que se dejaba criticar. Cuando se volvió a abrir santa Isabel hizo el elogio de todos los que habían colaborado y terminó con un “y finalmente a Dios…”. Sarito (casi una hermana para él) me dijo al acabar: “vaya cara de disgusto tenías”. Al día siguiente le dije si el monto de la deuda le obligaba a poner el último al primero; aceptó la crítica con total deportividad. Mi sorpresa fue mayúscula cuando en la reapertura de santa Teresita en la acción de gracias empezó diciendo: “Primero a Dios…”. Y es que Antonio sabía escuchar. Y escuchar a todos. También a alguien (como era mi caso) mucho más joven que él y no solo con menos curriculum pastoral sino mucho peor, porque la vida pastoral de Berriel ha sido objetivamente muy fecunda. Damos gracias a Dios por haber conocido a alguien que encarnó una enorme fecundidad precisamente porque fue una persona que sabía ESCUCHAR.