Escribo esto desde un apartamento en el centro de Santa Cruz de Tenerife. Si desde aquí se sale a la calle y se dirigen los pasos por encima de las Ramblas podrá usted encontrar a doscientos metros un local -antes restaurante de tapas ligeramente pretencioso- donde se escucha reguetón y otras exquisiteces musicales a un volumen entre alto y ensordecedor. En el interior casi todos los parroquianos beben ron y cerveza y casi ninguno es isleño. Más de la mitad son chicas jóvenes, muy jóvenes, que siguen la música moviendo el cuerpo color chocolate, de pie o sentadas, sonrientes o inexpresivas. De vez en cuando se les acerca un tipo -también joven, pero ya no adolescente- y les dice algo. La chica escruta su móvil, se levanta entre mohines y se marcha. Los que no ven la prostitución en nuestras ciudades son los que ignoran que a la vuelta de la esquina el mismo pub, a la misma hora, vende la misma farlopa desde hace lustros. Sin problemas. Y lo sabe todo el mundo, por supuesto. Igual que el garito de los latinos, en el que los clientes potenciales no entran: los puteros solo ven, valoran, se deciden y llaman a los agentes comerciales, vulgo chulos. Tanto el consumo de drogas como la prostitución juvenil -un mercado las que las menores de edad son particularmente apreciadas- no están condenadas a una escenografía sórdida, sucia, pestilente y abiertamente violenta. Baretos que venden drogas sin una bronca jamás, locales donde se consiguen prostitutas sin que nadie entre a preguntar por prostitutas. Es lo corriente. En las capitales canarias. En los sures turísticos de Gran Canaria y Tenerife. En Fuerteventura y Lanzarote. Por supuesto el nuevo sistema convive con el antiguo. Con los prostíbulos que se enuncian con luces de neón -¿no lo han visto, una enorme nave industrial en la que trabajan muchas decenas de mujeres las 24 horas al día y cuyos rótulos se pueden apreciar desde la autopista del sur?- y con los camellos más o menos camorristas, inelegantes, revientapelotas de toda la vida. La prostitución en el paraíso de sol radiante.
Es entendible que alarme particularmente que adolescentes canarias estén entrando en la prostitución. Pero la gran mayoría de las prostitutas mayores o menores de edad son de origen extranjero: proceden de Latianoamérica y Europa del Este. Lo que ocurre es que ha aumentado la demanda. Han llegado más puteros -a añadir a los no escasos aficionados locales- y están encantados por la casi ausencia de violencia callejera, por las buenas condiciones sanitarias, por la confortable lejanía de las islas. También en la prostitución Canarias tiene muy buen clima. Frente a lo que ocurre en otros países en España se decidió no legislar sobre la prostitución. Ni castigar a los clientes ni perseguir a las prostitutas. De tarde en tarde se reabre el debate -suele ocurrir cuando asesinan a una chica o muere de sobredosis- y debo oír a tarados supuestamente liberales -o progresistas- hablar de la despenalización de la prostitución como un avance moral o, al menos, como un mal menor. No lo es. Suecia penaliza a los puteros y se le cuelan 600 esclavas sexuales al año por sus fronteras. Dinamarca no y le entran más de 15.000. Las prostitutas canarias no deciden alquilarse después de una rigurosa meditación. Terminan ahí porque han caído en una exclusión social cada día más vinculada a la feminización de la pobreza. Las prostitutas latinas y europeas -y en especial las menores- no llegan a nado o en crucero: son un producto de importación controlado por mafias internacionales con imprescindibles colaboradores locales. Y esas redes no actúan en comportamientos delictivos estancos: tienen relaciones, y a veces se confunden, con estructuras operativas de venta y distribución de droga.
Está muy bien que el Gobierno de Canarias haya solicitado un informe a especialistas de la Universidad de La Laguna sobre la floreciente evolución de la prostitución en las islas en los últimos años -que tiene como orígenes asimétricos el boom turístico y el altísimo desempleo en familias desarticuladas- y que muestre una diligente colaboración en las investigaciones abiertas en los centros de menores. Pero todo esto es insuficiente. Es crónicamente insuficiente desde hace muchos años. Porque lo que se avecina es una verdadera amenaza para el orden público, en especial, aunque no únicamente, en las zonas turísticas del país. Cuando se cierra los ojos ante una actividad delictiva -el tráfico y la explotación sexual de mujeres- no desaparece ni se remansa: crece, se multiplica, se enlaberinta y termina colonizando -corrompiendo- autoridades y administraciones públicas. Promover reformas legales que penalicen a los consumidores y a los proxenetas, organizar programas de inserción social y laboral para las prostitutas, investigar judicial y policialmente los vínculos entre los negocios de la prostitución y los negocios de las drogas ilegales, desmontar ideológicamente la normalidad con la que todavía se asume la prostitución: una forma de humillación altamente peligrosa que debe ser incompatible con una sociedad democrática, tolerable y decente.