Luna
y Luz se adentraron en el mundo de la prostitución para sacar a sus
hijos adelante. No eligieron ser mujeres de la calle y aseguran que casi
ninguna lo hace. Canaria y colombiana, respectivamente, acumulan 12 y
18 años trabajando con su cuerpo, han sufrido vejaciones, violaciones,
robos y procesos de drogodependencia. Pero hace poco decidieron hablar,
contarlo, desahogarse para después sentirse sorprendentemente liberadas.
Luna y Luz son nombres ficticios utilizados para preservar la identidad
de estas mujeres valientes.
«Sigo ejerciendo pero ahora tengo otra expectativa de la vida. Estaba muy mal, lo pasé fatal porque era muy duro. Terminé loca, psicológicamente sin personalidad, súper débil, me sentía sucia...», comienza a relatar Luna, que gracias al trabajo en red con diferentes entidades ha cogido con fuerza las riendas de su vida. «No por ser prostituta te tienes que marginar a ti misma. Ahora tengo ganas de luchar y veo que esto no va a ser así para siempre, no es imposible salir de la prostitución», cuenta. Luna sabe bien que por su condición de española ha tenido ventaja frente a otras mujeres. «Estuve en un chalet en Puerto Rico en el que a las rumanas las tenían en el sótano, donde estaba la caldera, en unas condiciones terribles, y ellas estaban obligadas a trabajar allí las 24 horas», recalca amarga, considerándose afortunada porque ella podía salir una hora al día: «Eran 21 días seguidos con un día libre a la semana y podías salir una hora al día para comer o cargar el móvil». Enfermas o con la menstruación, si las mujeres no se presentaban a su hora al «pase», les imponían una multa de 60 euros. Con ese ritmo, «o acabas loca o alcohólica, o enganchada», manifiesta.
Luna tiene compañeras con sida, con problemas de alcohol y drogas; también conoce a mujeres que dedican el dinero de la prostitución a vanidades como comprarse ropa o cosméticos, pero asegura que son las que menos: «Sí existen, les gusta vivir bien en Siete Palmas, comprarse ropa de marca y rodearse de gente con dinero, pero son pocas». Siempre agradecerá a la prostitución haber sido el motor para sacar adelante a sus hijos: «Hoy me ha tocado a mí pero estoy luchando y me he sacrificado para que, el día de mañana, mi hija no tenga que hacer esto. Una educación y un apoyo por mi parte siempre lo va a tener», asevera emocionada.
Ni tiene pareja ni cree que la pueda tener nunca. Luna dice que la vida le ha hecho pensar «como el diablo» y desconfía como sentido primario. «Te puedes enamorar pero ya no lo ves tan bonito, piensas que puede ser el cliente de otra o que tiene algo raro. Las cosas de la vida me han hecho ser paranoica», argumenta con una sonrisa.
Luz es colombiana, llegó a Gran Canaria en 1999, cuando la prostitución la ejercían «mujeres de 30 y 40 años» que tenían como clientes a jóvenes de 20 años «que ni se fijaban si tenías pecho o no, si eras más o menos joven». Siendo menor de edad, con solo 16 años, Luz hizo sus primeros servicios. «Fui madre joven y mis hijos necesitaban leche», defiende. En Colombia el mercado de mujeres es muy rico, «la gente de dinero lo que busca son niñas, modelos, chicas jóvenes que no tienen ni si quiera sus atributos», expone refiriéndose a las curvas propias del cuerpo de mujer adulta. Llegó a la isla con 24 años y «sabía a lo que venía», confiesa, «una amiga me ayudó a venir».
«Hoy día el trabajo ya no se valora, hay muchos riesgos. Recuerdo que antes se podía una cuidar, ahora la mayoría no quieren ponerse el preservativo para una felación por 20 euros», asegura avergonzada. Y se las hacen. Luz lleva cinco meses sin ejercer la calle porque está trabajando, sin contrato pero al menos tiene una opción alejada del alterne.
«Y si tienes un chulo, este trinca lo que sea por dinero porque no tienen escrúpulos, un chulo es un chulo. El mío era un chulo disimulado», menciona, refiriéndose a su exmarido, que la obligaba a trabajar jornadas infinitas. Luz acabó adicta a la cocaína, cuenta que es algo «normal» en el gremio puesto que «de alguna forma hay que aguantar». Pero precisamente el polvo blanco fue la gota que colmó el vaso: no sólo debía pagar el alquiler y la vida de sus cinco hijos y el marido sino también el vicio. La colombiana, de 42 años, hizo un curso de Geriatría y asegura que las veces que ha trabajado cuidando ancianos el dinero que gana «rinde y luce, se aprecia más». Su lucha, ya fuera de la calle, es ahora lograr que sus hijos la acepten «Me duele el rechazo de mis hijos, se dieron cuenta de en qué trabajaba su madre», sostiene entre lágrimas, «pero a ellos no les faltó de nada».
A la sociedad le piden dejar de ser invisibles, apoyos para la inserción laboral y dignidad, «porque detrás de una puta hay un ser humano».
«Sigo ejerciendo pero ahora tengo otra expectativa de la vida. Estaba muy mal, lo pasé fatal porque era muy duro. Terminé loca, psicológicamente sin personalidad, súper débil, me sentía sucia...», comienza a relatar Luna, que gracias al trabajo en red con diferentes entidades ha cogido con fuerza las riendas de su vida. «No por ser prostituta te tienes que marginar a ti misma. Ahora tengo ganas de luchar y veo que esto no va a ser así para siempre, no es imposible salir de la prostitución», cuenta. Luna sabe bien que por su condición de española ha tenido ventaja frente a otras mujeres. «Estuve en un chalet en Puerto Rico en el que a las rumanas las tenían en el sótano, donde estaba la caldera, en unas condiciones terribles, y ellas estaban obligadas a trabajar allí las 24 horas», recalca amarga, considerándose afortunada porque ella podía salir una hora al día: «Eran 21 días seguidos con un día libre a la semana y podías salir una hora al día para comer o cargar el móvil». Enfermas o con la menstruación, si las mujeres no se presentaban a su hora al «pase», les imponían una multa de 60 euros. Con ese ritmo, «o acabas loca o alcohólica, o enganchada», manifiesta.
Luna tiene compañeras con sida, con problemas de alcohol y drogas; también conoce a mujeres que dedican el dinero de la prostitución a vanidades como comprarse ropa o cosméticos, pero asegura que son las que menos: «Sí existen, les gusta vivir bien en Siete Palmas, comprarse ropa de marca y rodearse de gente con dinero, pero son pocas». Siempre agradecerá a la prostitución haber sido el motor para sacar adelante a sus hijos: «Hoy me ha tocado a mí pero estoy luchando y me he sacrificado para que, el día de mañana, mi hija no tenga que hacer esto. Una educación y un apoyo por mi parte siempre lo va a tener», asevera emocionada.
Ni tiene pareja ni cree que la pueda tener nunca. Luna dice que la vida le ha hecho pensar «como el diablo» y desconfía como sentido primario. «Te puedes enamorar pero ya no lo ves tan bonito, piensas que puede ser el cliente de otra o que tiene algo raro. Las cosas de la vida me han hecho ser paranoica», argumenta con una sonrisa.
Luz es colombiana, llegó a Gran Canaria en 1999, cuando la prostitución la ejercían «mujeres de 30 y 40 años» que tenían como clientes a jóvenes de 20 años «que ni se fijaban si tenías pecho o no, si eras más o menos joven». Siendo menor de edad, con solo 16 años, Luz hizo sus primeros servicios. «Fui madre joven y mis hijos necesitaban leche», defiende. En Colombia el mercado de mujeres es muy rico, «la gente de dinero lo que busca son niñas, modelos, chicas jóvenes que no tienen ni si quiera sus atributos», expone refiriéndose a las curvas propias del cuerpo de mujer adulta. Llegó a la isla con 24 años y «sabía a lo que venía», confiesa, «una amiga me ayudó a venir».
«Hoy día el trabajo ya no se valora, hay muchos riesgos. Recuerdo que antes se podía una cuidar, ahora la mayoría no quieren ponerse el preservativo para una felación por 20 euros», asegura avergonzada. Y se las hacen. Luz lleva cinco meses sin ejercer la calle porque está trabajando, sin contrato pero al menos tiene una opción alejada del alterne.
«Y si tienes un chulo, este trinca lo que sea por dinero porque no tienen escrúpulos, un chulo es un chulo. El mío era un chulo disimulado», menciona, refiriéndose a su exmarido, que la obligaba a trabajar jornadas infinitas. Luz acabó adicta a la cocaína, cuenta que es algo «normal» en el gremio puesto que «de alguna forma hay que aguantar». Pero precisamente el polvo blanco fue la gota que colmó el vaso: no sólo debía pagar el alquiler y la vida de sus cinco hijos y el marido sino también el vicio. La colombiana, de 42 años, hizo un curso de Geriatría y asegura que las veces que ha trabajado cuidando ancianos el dinero que gana «rinde y luce, se aprecia más». Su lucha, ya fuera de la calle, es ahora lograr que sus hijos la acepten «Me duele el rechazo de mis hijos, se dieron cuenta de en qué trabajaba su madre», sostiene entre lágrimas, «pero a ellos no les faltó de nada».
A la sociedad le piden dejar de ser invisibles, apoyos para la inserción laboral y dignidad, «porque detrás de una puta hay un ser humano».
Ignoradas por la policía.
Las
chicas no tienen buena relación con las fuerzas de seguridad del
estado. Al preguntarles cómo era la relación con los agentes de los
diferentes cuerpos su respuesta fue la siguiente: «Hay de todo, desde
los que lo quieren gratis, otros que les encanta y otros que te tratan
como una basura». Explicaron que, cuando hay controles en las casas, hay
policías «que te miran mal o con asco y otros que te quieren ligar». En
la calle, los agentes de la policía se hacen los zuecos con la
prostitución, no responden a las llamadas o tardan más de lo habitual o
son un cliente más. «Odio a la policía...», relata Luz, quien avisó a
los agentes cuando uno de sus clientes casi estampa su coche con ella
dentro y este no hizo absolutamente nada. «Me preguntó si yo quería
denunciar pero ni le hizo la prueba de alcoholemia, ni lo multó ni le
quito el coche».