“Es
duro vivir sin familia, sin trabajo y sin papeles”, repite la mente de
Lucien (nombre ficticio) cuando su cabeza consigue dejar de hacer
cálculos para llegar a fin de mes. Este congoleño abandonó su país en
2010 huyendo de las consecuencias de la guerra y del temor a acabar
formando parte de una estadística que cifra en más de cinco millones los
muertos en el conflicto del Congo. Tras pedir protección internacional,
el Gobierno de España le ha denegado la condición de refugiado. Ahora
vive en Fuerteventura donde asegura tener miedo de volver a su país. “En
el Congo te matan y desapareces sin nada, como una mosca”.
La República Democrática del Congo es un país rico en minerales (cobre, manganeso, oro, diamantes y, sobre todo, coltán con el que se fabrican los móviles que Europa lleva en sus bolsillos). Tiene una población que supera los 77 millones de habitantes, un pasado de muertes y guerras, un presente de hambrunas y violaciones a los derechos humanos y un futuro difícil de escribir.
El filósofo y revolucionario Frantz Fanon afirmó que el mapa de África tiene forma de revólver y Congo es el gatillo. Ese gatillo empezó a apretarse con insistencia en 1996. Dos años antes, el mundo se avergonzaba del genocidio perpetrado a los tutsis en la vecina Ruanda y millones de hutus se desplazaban hacia el Congo huyendo de una posible revancha.
Lucien era un joven que vivía en el barrio de Masina, en la capital de Kinshasa, cuando el Zaire fue rebautizado como República Democrática del Congo. Vio cómo se precipitaba la caída del dictador Mobutu y tomaba posesión Laurent Kabila con promesas de libertad. También asistió a una guerra civil con millones de muertos en un conflicto que llegó a involucrar a seis países de la región.
Sus padres representaban las dos caras de la moneda. Su madre era ruandesa, de origen hutu, y su padre congoleño. A pesar del descontento de la familia paterna, contrajeron matrimonio. De la unión nacieron tres hijos: Lucien, el mayor, y dos hijas más. Fueron felices hasta que empezó a arder la guerra y los vecinos a recordar el origen ruandés de la mujer.
En 1998 se respiraba el odio racial en las calles y en las casas la guerra dejaba cortes en el suministro de agua y luz. Un día, sin electricidad para poder moler el maíz, la madre de Lucien salió en busca de un molino a casa de unos conocidos. En la calle se encontró con disturbios entre militares y rebeldes y con un joven del barrio que delató su origen ruandés. Minutos después, la mujer moría molida a palos.
Con 19 años, el congoleño enterró a su madre y comenzó una nueva vida junto a su padre y sus hermanas en el barrio de Lemba-Matete. “Vivir sin ella era difícil. Mi padre iba a trabajar y había días en los que yo no podía ir a la universidad, donde estudiaba Informática, porque me tenía que quedar cuidando a mis hermanas”, recuerda.
Tras terminar los estudios de Informática, recibió la llamada de la fe y entró en una congregación religiosa dispuesto a convertirse en sacerdote y servir a Dios. Esa búsqueda de Dios le llevó primero a la misión de los Hermanos de Caná y, más tarde, a la de Hijos de la Inmaculada Concepción donde estudió Filosofía.
En casa, su padre intentaba superar la muerte de su mujer. La pena y el deterioro de salud acabarían produciendo su fallecimiento por un infarto en 2010 y convirtiendo a Lucien en el cabeza de familia. “Cuando murió me quedé como responsable de mis hermanas y pedí a la congregación poder acogerlas allí algún tiempo”, explica.
Los responsables dieron el visto bueno y poco después sus dos hermanas se instalaron en las habitaciones de la congregación. Los supuestos tratos de favor no tardaron en producir el malestar y la envidia entre los sacerdotes. Alguno de ellos acabó traicionándolo. “Alguien fue a denunciar a la Policía que yo era hutu de Ruanda y dijeron que estaba albergando a mis paisanos”, recuerda.
Desde entonces, no ha sabido nada de sus hermanas. De vez en cuando llama a amigos y conocidos del Congo en busca de información sobre su posible paradero. No se cansa de buscarlas y asegura de forma tajante que “una persona no puede estar sola en el mundo”.
En Guinea Ecuatorial empezó a ganarse la vida dando clases de francés a los trabajadores de una empresa brasileña. Vivió durante un año y medio en el país hasta que los comentarios sobre su origen hutu empezaron a circular por la zona.
Lucien afirma que “en los países de África siempre hay miedo”. Por ese miedo decidió volver a hacer las maletas y viajar a España. “Sufrí acoso y episodios de odio. En Guinea había ataques cuando había reuniones de congoleños y también cuando ocurrían enfrentamientos en Congo”. Según él, la excusa que daban los congoleños era: “Los ruandeses nos están matando allí y nosotros tenemos que matar a los ruandeses en cualquier sitio que estén”.
Su intención no era quedarse en España sino pasar un tiempo aquí hasta que mejorara la situación en Congo. Lejos de mejorar, empeoraba y el tiempo corría en su contra. Finalmente, decidió pedir asilo en julio de 2013. La solicitud se admitió a trámite y consiguió una tarjeta roja que también guarda en su cartera donde se lee “documento acreditativo de la condición de solicitante en tramitación de protección internacional”.
Lucien permaneció un año en uno de los pisos de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) de Las Palmas. Las oportunidades continuaban cerrándose por lo que decidió regresar a Fuerteventura. En la isla había recibido formación en el sector de la hostelería y pensó que sus antiguos trabajos en el sector podrían servirle de carta de presentación para conseguir un nuevo empleo.
En noviembre de 2015 recibió una llamada de Extranjería que le comunicaba que en las oficinas de la Policía Nacional le esperaba una notificación. Tras abrir el sobre, Lucien leyó que el Gobierno español le denegaba el asilo. Los argumentos que daban era que su vida no estaba en peligro al no haber guerra en la zona ni indicios de odio entre congoleños y ruandeses. Según la Comisión Española de Ayuda al Refugiado, 95 personas procedentes de República Democrática del Congo solicitaron asilo en España en 2016.
En su pasaporte sellaron una orden de salida obligatoria de España. Lucien asegura tener miedo de volver al Congo “con un gobierno que está matando a la gente, prefiero dormir en la calle que volver al país y arriesgarme a una muerte”, insiste.
Hace algún tiempo solicitó un recurso para conseguir el asilo. “Me piden que busque pruebas, pero cómo voy a hacerlo si no tengo dinero para pagar un abogado que investigue”, lamenta. Ahora se agarra a la única posibilidad para seguir en España: conseguir el arraigo social. A su favor juegan sus más de tres años en territorio español y en su contra no tener un contrato laboral. “Desde agosto estoy buscando, pidiendo, rogando un contrato para solicitar el arraigo social”, comenta mientras no oculta su miedo a ser expulsado.
En Fuerteventura vive de la bondad de los majoreros en una pequeña vivienda por la que paga 150 euros al mes. Su corazón se dispara cuando ve un coche de Policía. También cuando piensa que el próximo mes puede que duerma en la calle. “Estoy sufriendo con esta situación. Tengo salud para trabajar, lo que necesito es que me ayuden a conseguir un contrato”, repite en varias ocasiones.
Antes de regresar a su domicilio asegura que los majoreros se han portado bien con él. “En Fuerteventura no tengo nada, pero estoy en paz”. Apura el café y se despide recordando que sabe trabajar en muchos oficios.
La República Democrática del Congo es un país rico en minerales (cobre, manganeso, oro, diamantes y, sobre todo, coltán con el que se fabrican los móviles que Europa lleva en sus bolsillos). Tiene una población que supera los 77 millones de habitantes, un pasado de muertes y guerras, un presente de hambrunas y violaciones a los derechos humanos y un futuro difícil de escribir.
El filósofo y revolucionario Frantz Fanon afirmó que el mapa de África tiene forma de revólver y Congo es el gatillo. Ese gatillo empezó a apretarse con insistencia en 1996. Dos años antes, el mundo se avergonzaba del genocidio perpetrado a los tutsis en la vecina Ruanda y millones de hutus se desplazaban hacia el Congo huyendo de una posible revancha.
Lucien era un joven que vivía en el barrio de Masina, en la capital de Kinshasa, cuando el Zaire fue rebautizado como República Democrática del Congo. Vio cómo se precipitaba la caída del dictador Mobutu y tomaba posesión Laurent Kabila con promesas de libertad. También asistió a una guerra civil con millones de muertos en un conflicto que llegó a involucrar a seis países de la región.
Sus padres representaban las dos caras de la moneda. Su madre era ruandesa, de origen hutu, y su padre congoleño. A pesar del descontento de la familia paterna, contrajeron matrimonio. De la unión nacieron tres hijos: Lucien, el mayor, y dos hijas más. Fueron felices hasta que empezó a arder la guerra y los vecinos a recordar el origen ruandés de la mujer.
En 1998 se respiraba el odio racial en las calles y en las casas la guerra dejaba cortes en el suministro de agua y luz. Un día, sin electricidad para poder moler el maíz, la madre de Lucien salió en busca de un molino a casa de unos conocidos. En la calle se encontró con disturbios entre militares y rebeldes y con un joven del barrio que delató su origen ruandés. Minutos después, la mujer moría molida a palos.
Con 19 años, el congoleño enterró a su madre y comenzó una nueva vida junto a su padre y sus hermanas en el barrio de Lemba-Matete. “Vivir sin ella era difícil. Mi padre iba a trabajar y había días en los que yo no podía ir a la universidad, donde estudiaba Informática, porque me tenía que quedar cuidando a mis hermanas”, recuerda.
Tras terminar los estudios de Informática, recibió la llamada de la fe y entró en una congregación religiosa dispuesto a convertirse en sacerdote y servir a Dios. Esa búsqueda de Dios le llevó primero a la misión de los Hermanos de Caná y, más tarde, a la de Hijos de la Inmaculada Concepción donde estudió Filosofía.
En casa, su padre intentaba superar la muerte de su mujer. La pena y el deterioro de salud acabarían produciendo su fallecimiento por un infarto en 2010 y convirtiendo a Lucien en el cabeza de familia. “Cuando murió me quedé como responsable de mis hermanas y pedí a la congregación poder acogerlas allí algún tiempo”, explica.
Los responsables dieron el visto bueno y poco después sus dos hermanas se instalaron en las habitaciones de la congregación. Los supuestos tratos de favor no tardaron en producir el malestar y la envidia entre los sacerdotes. Alguno de ellos acabó traicionándolo. “Alguien fue a denunciar a la Policía que yo era hutu de Ruanda y dijeron que estaba albergando a mis paisanos”, recuerda.
“Desde agosto estoy buscando, pidiendo, rogando un contrato para solicitar el arraigo social”, comenta mientras no oculta su miedo a ser expulsadoLucien trató de convencer a la Policía de que aquellas dos jóvenes eran sus hermanas y vivían con él tras quedarse huérfanas. El joven insistía en explicarse: “una cosa es que seamos de origen ruandés, pero no somos rebeldes”. Sus explicaciones no evitaron que la situación se complicara. Finalmente, sus superiores religiosos le aconsejaron salir del Congo y evitar una posible muerte en manos de los tutsis. Desde Fuerteventura insiste: “allí no hay justicia, te matan como un perro y desapareces”. Hizo las maletas y una noche de 2011 huyó al Congo Brazzaville. Allí consiguió un visado que le abrió las puertas a su nuevo destino: Guinea Ecuatorial. En el país africano le esperaban un grupo de sacerdotes. Nada más aterrizar llamó a sus antiguos compañeros del Congo. Estos le contaron que sus hermanas habían sido trasladadas a un centro de acogida. Anotó el número y llamó. Al otro lado del teléfono, alguien le comentó que las jóvenes habían salido con unos amigos y que no habían regresado más.
Desde entonces, no ha sabido nada de sus hermanas. De vez en cuando llama a amigos y conocidos del Congo en busca de información sobre su posible paradero. No se cansa de buscarlas y asegura de forma tajante que “una persona no puede estar sola en el mundo”.
En Guinea Ecuatorial empezó a ganarse la vida dando clases de francés a los trabajadores de una empresa brasileña. Vivió durante un año y medio en el país hasta que los comentarios sobre su origen hutu empezaron a circular por la zona.
Lucien afirma que “en los países de África siempre hay miedo”. Por ese miedo decidió volver a hacer las maletas y viajar a España. “Sufrí acoso y episodios de odio. En Guinea había ataques cuando había reuniones de congoleños y también cuando ocurrían enfrentamientos en Congo”. Según él, la excusa que daban los congoleños era: “Los ruandeses nos están matando allí y nosotros tenemos que matar a los ruandeses en cualquier sitio que estén”.
Llegada a España
Los sacerdotes le consiguieron un visado, que aún guarda en su
cartera, y en octubre de 2012 llegó a Madrid. Un conocido guineano le
esperaba. Días después, este viajó a Fuerteventura por motivos de
trabajo y no tardó en convencerle de las oportunidades laborales en la
isla.Su intención no era quedarse en España sino pasar un tiempo aquí hasta que mejorara la situación en Congo. Lejos de mejorar, empeoraba y el tiempo corría en su contra. Finalmente, decidió pedir asilo en julio de 2013. La solicitud se admitió a trámite y consiguió una tarjeta roja que también guarda en su cartera donde se lee “documento acreditativo de la condición de solicitante en tramitación de protección internacional”.
Lucien permaneció un año en uno de los pisos de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) de Las Palmas. Las oportunidades continuaban cerrándose por lo que decidió regresar a Fuerteventura. En la isla había recibido formación en el sector de la hostelería y pensó que sus antiguos trabajos en el sector podrían servirle de carta de presentación para conseguir un nuevo empleo.
En noviembre de 2015 recibió una llamada de Extranjería que le comunicaba que en las oficinas de la Policía Nacional le esperaba una notificación. Tras abrir el sobre, Lucien leyó que el Gobierno español le denegaba el asilo. Los argumentos que daban era que su vida no estaba en peligro al no haber guerra en la zona ni indicios de odio entre congoleños y ruandeses. Según la Comisión Española de Ayuda al Refugiado, 95 personas procedentes de República Democrática del Congo solicitaron asilo en España en 2016.
En su pasaporte sellaron una orden de salida obligatoria de España. Lucien asegura tener miedo de volver al Congo “con un gobierno que está matando a la gente, prefiero dormir en la calle que volver al país y arriesgarme a una muerte”, insiste.
Hace algún tiempo solicitó un recurso para conseguir el asilo. “Me piden que busque pruebas, pero cómo voy a hacerlo si no tengo dinero para pagar un abogado que investigue”, lamenta. Ahora se agarra a la única posibilidad para seguir en España: conseguir el arraigo social. A su favor juegan sus más de tres años en territorio español y en su contra no tener un contrato laboral. “Desde agosto estoy buscando, pidiendo, rogando un contrato para solicitar el arraigo social”, comenta mientras no oculta su miedo a ser expulsado.
En Fuerteventura vive de la bondad de los majoreros en una pequeña vivienda por la que paga 150 euros al mes. Su corazón se dispara cuando ve un coche de Policía. También cuando piensa que el próximo mes puede que duerma en la calle. “Estoy sufriendo con esta situación. Tengo salud para trabajar, lo que necesito es que me ayuden a conseguir un contrato”, repite en varias ocasiones.
Antes de regresar a su domicilio asegura que los majoreros se han portado bien con él. “En Fuerteventura no tengo nada, pero estoy en paz”. Apura el café y se despide recordando que sabe trabajar en muchos oficios.