Gonzalo Melián
Canarias, al igual que todo el territorio nacional, es un lugar con innumerables casos de corrupción. Faycán, Las Teresitas, Unión, Eólico, Brisam, Góndola o Arona, entro otros, son los nombres con los que son conocidos los procedimientos judiciales abiertos en las islas, y todos ellos se han producido por el mismo denominador común: la ausencia de libertad económica y el exceso de poder político.
La corrupción es un claro indicador de ausencia de libertad, profusión de leyes inútiles que impiden el desarrollo económico o existencia de importantes cantidades de dinero público cuyo pago ha sido abusivamente exigido a los ciudadanos.
Por ello, si observamos los casos de corrupción de Canarias, veremos que no se han dado en mercados poco regulados, como el de los juguetes o el textil, sino en los más intervenidos, como podrían ser el de urbanismo o el energético.
El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente, como explicó Lord Acton. Por esta razón, esta práctica consistente en la utilización de las funciones y medios públicos en provecho económico de sus gestores no se arregla con más leyes o regulaciones, pues eso la estimula, sino con más libertad y, por lo tanto, con menos poder político.
Pero esto es algo que los gobernantes canarios lamentablemente ni se plantean, si no lean la última entrada del ocurrente blog de Paulino Rivero, donde nos dice que necesitamos una «reforma constitucional que implique una profundización del autogobierno de las comunidades autónomas», es decir, que lo que necesitamos es más poder para él y su tropa y no más libertad o autogobierno de los canarios.