martes, 15 de abril de 2008
Las madres coraje de la inmigración
JOSÉ NARANJO / LAS PALMAS DE GRAN CANARIA. "Es un dolor que no se puede explicar con palabras". Así resume Nuria la experiencia de haber salido de su país, Honduras, dejando atrás a sus dos hijos para venirse a vivir a Gran Canaria, donde, pese a sus estudios de Contabilidad y Administración de Empresas, trabaja como interna cuidando a una anciana. "La distancia con tus hijos, las humillaciones, el miedo de que te pare la policía y te cojan sin papeles. A veces tengo la sensación de haber vivido ya ochenta años", dice Nuria, de 42.En una situación similar está Verónica, peluquera boliviana que llegó a Gran Canaria sola y que ahora convive con su marido en una habitación de un piso compartido de la capital. Cada domingo ambos bajan a la cabina y se gastan cinco euros en hablar durante 20 minutos con Yandira y Estefany, sus dos hijas, que están en Bolivia al cuidado de los padres de él.O Binta Sarr, joven senegalesa que se ha pasado media vida lejos de su hija haciendo los más variopintos trabajos para enviarle religiosamente, cada mes, el dinero que permitiera a los suyos tener una vida más desahogada, allá en Senegal. Son las madres inmigrantes, las mismas que pueblan cada fin de semana los locutorios de la ciudad y que todos los días al acostarse se plantean si vale la pena tanto sacrificio para levantarse a la mañana siguiente, pase lo que pase, a seguir trabajando un día más por el futuro de los suyos."La vida del inmigrante es muy dura", asegura Sarr, "casi no tenemos vida, prácticamente vamos de casa al trabajo y del trabajo a casa". Ella sí tiene sus papeles en regla y por eso es la única que puede salir en la fotografía sin problemas. Y es que tanto Nuria como Verónica se encuentran en situación irregular, lo que les hace imposible poder pensar siquiera en la posibilidad de ir a ver a sus hijos.Pero siguen siendo madres en la distancia. Tras mucho pensárselo, Nuria logró traerse a su hijo de 15 años ante el temor de que acabara militando en una de esas peligrosas bandas juveniles centroamericanas. "Trabajé día y noche cuidando personas hasta que pude traerlo", asegura. Su otra hija estudia en la Universidad y recibe cuidados médicos por sus problemas de pulmón y páncreas gracias al dinero que envía Nuria cada mes. Ella vive con la hermana pequeña de Nuria, porque con su marido, también enfermo, no puede contar.Verónica, la peluquera boliviana, al menos tiene a su pareja con ella en Las Palmas de Gran Canaria. De hecho, acaban de ser padres por tercera vez y los tres se apiñan en un cuarto de un piso compartido donde viven otras dos familias, también bolivianas y sin papeles.Él trabaja en la construcción y ella hace de peluquera a domicilio para los miembros de la comunidad. Llevan dos años y medio en la Isla. "Hay días que no podemos dormir por la noche pensando en nuestras hijas", aseguran. "Al principio fue muy duro, era llorar y llorar". El primer año de separación, las niñas, de ocho y 14 años, no pudieron terminar sus estudios por el trauma que estaban viviendo.