Manuel Mederos
Aunque no lo parezca, el caso Las Teresitas nos contamina a todos y a todos nos hace, de algún modo, responsables. A unos por mirar para otro lado. A otros por implicación directa, por complicidad o por miedo. En la lucha contra la corrupción nos jugamos la transparencia de las reglas del juego. De la misma manera que la corrupción amenaza el sistema de convivencia, corrompiendo las reglas, también lo amenaza el uso planificado de los instrumentos de poder público del Estado de Derecho para vencer a los adversarios políticos. La sociedad tinerfeña merece una explicación de cómo y por qué sus dirigentes empresariales han podido llegar a tan altos niveles de descaro e impunidad. Pero, además necesitamos despejar las sospechas, ya más que evidentes, sobre la utilización de los resortes del poder del Estado para destruir al adversario político.En el sumario desclasificado por la jueza Bellini, da la impresión de que en Tenerife nadie se paraba en barras para manejas negocios. Desde la filtración de una sentencia del Tribunal Supremo, pasando por la concesión de un crédito de 5.500 millones a un testaferro y a una empresa fantasma, a la manipulación directa de una tasación técnica, y al expolio de los propietarios de la Junta de Compensación de Las Teresitas. ¿Cómo es posible que el presidente de la Cámara de Comercio, el presidente de una importante sectorial, los responsables de una entidad del calibre de Cajacanarias y los responsables políticos no reparan nunca en las formas en las que se estaba gestando un fabuloso negocio en torno a una playa? Tales comportamientos sólo se explican desde la ambición desmedida y desde la impunidad en la que los aledaños del poder se ha movido, hasta el punto de convertir, a algunas de las instituciones políticas, en rehenes y marionetas del poder económico. A la sociedad canaria no le queda otra salida que combatir y rechazar este tipo de actividades