César J. Palacios Puerto del Rosario
Quince terribles, devastadoras hambrunas, en apenas tres siglos. No menos de 15.000 muertos por su culpa. El resto del tiempo, en cada década, un par de años buenos, otro par medianos y los demás estériles, ruines. Ese fue el triste balance de Fuerteventura desde el siglo XVII al XIX. Hambre, miseria, muerte y emigración.
En los años buenos se convertía en el granero de Canarias. Incluso venían jornaleros de otras islas para ayudar a recoger la cosecha, pero como ésta era igual de buena en el resto del Archipiélago, los precios eran tan bajos como la ganancia.
En los años malos, la mayoría, Fuerteventura se convertía en una cárcel mortal. La población salía en masa de cualquier manera, legal o ilegalmente, huyendo para salvarse de una muerte segura, pero sin protestar, sin rebelarse, dejando atrás casas y haciendas. A pesar de la tragedia, sus raíces quedaban siempre bien clavadas en la Maxorata. Dos o tres años después, cuando volvían las lluvias, regresaban. Era la emigración de la golondrina. Como ocurre ahora con África, pero al revés. «Es la historia de Fuerteventura a la inversa», reconoce el presidente del Cabildo majorero, Mario Cabrera. «Lo que les tocó vivir a nuestros abuelos y bisabuelos ahora lo vivimos nosotros recibiendo a las gentes de la otra orilla. Porque también nosotros emigramos como clandestinos y éramos perseguidos por las playas cuando tratábamos de coger esos barcos para ir a África o a América, no lo podemos olvidar».